En busca de la belleza: la década de 1990

En la década de 1990 Helen Frankenthaler consideraba dos distintos enfoques pictóricos; ambos podían iniciarse de manera espontánea, pero se resolvían de modo diferente. En el primer caso, era posible empezar y concluir en una sola sesión, con mínimos retoques —un desarrollo que nace décadas antes con Montañas y mar (1952)—. El otro planteamiento —que conllevaba la noción de “cuadro salvado”— favorecía una “superficie más trabajada o raspada, a menudo más oscura, más densa”. Independientemente del enfoque al que recurriera, el resultado deseado era a su juicio un “bello cuadro” que parecía “recién nacido, con independencia de las horas, semanas o años que hubiera invertido en su creación”.

Lugares donde confluyen los opuestos, las obras Jano (1990) y Yin Yang (1990) conviven como hermano y hermana. Ambas pinturas comparten fondos de color, superficies de varias capas y vectores transparentes. Algunas áreas, bordeadas de crepitantes estelas de fuego o salpicadas por una lluvia de puntos negros, parecen umbrales hacia otras galaxias.

 
La huella del rastrillo (1991) y Jardín de fantasía (1992) muestran la densa fisicidad derivada de la experimentación de la pintora con gel mezclado con acrílico y trabajado mediante rastrillos, espátulas, esponjas y cucharas de madera. Las agitadas superficies de Sueño prestado (1992) y Vorágine (1992) —ásperas, irregulares, indómitas— suscitan cuestiones existenciales sobre la obra tardía de la artista.